Comunidad y ciudadanía: dos modelos de sociedad antagónicos
Retomamos la comparativa entre la sociedad tradicional y la sociedad moderna abordando uno de los conceptos fundamentales de la moderna sociedad liberal y de su retórica: el concepto de ciudadanía.
Creemos convenientes estas aclaraciones dado que la post-modernidad nos presenta con frecuencia creciente la consideración de ‘ciudadano’ como la conquista de una condición privilegiada, que nunca antes ningún hombre disfrutó. Un discurso muy propio del progresismo -y las izquierdas-, donde se nos trata de convencer de que los hombres hemos dejado de ser súbditos y vasallos para llegar a ser ciudadanos que deciden libremente y que ahora, una vez conquistada esta privilegiada posición somos agentes activos de la sociedad. Un verdadero progreso. Pero tras toda esta bella retórica se esconde una realidad que pocas veces es puesta de manifiesto.
Para empezar la propia palabra -ciudadanía, ciudadano- posee connotaciones bastante oscuras. Etimológicamente se refiere indudablemente al habitante de la ciudad, lo cual es ya de por sí una declaración de intenciones, pues es éste el que tiene ‘derechos’ y el que es tomado como referencia para toda la sociedad, él es el sujeto a tener en cuenta, el civilizado. Los otros -los no-habitantes de la ciudad- son entonces los bárbaros, y pasan a ser miembros de segunda de su sociedad, no son ellos los que han de tomar las decisiones. Esta visión no dista mucho de las concepciones esencialistas que caracterizaban las sociedades antiguas greco-latinas donde había unos códigos muy estrictos que estipulaban la pertenencia al clan, la casta o la polis así como el derecho a participar en la toma de decisiones.
En el fondo, y aunque sea de forma implícita, el uso de esta palabra nos indica que es el habitante de la ciudad -y no ningún otro- quien es considerado normal y central en esta sociedad, siendo los demás casos más o menos anormales, o excepcionales, periféricos y exóticos, causa por la que deben ser re-convertidos en ciudadanos. Por su propio bien, habría que decir.
Ya hemos comentado en otro lugar (ver aquí) cómo la modernidad desde su mismo origen ha provocado y alimentado el conflicto entre campo y ciudad, conflicto que en algunos momentos ha tomado dimensiones verdaderamente dramáticas, como el que condujo al primer genocidio moderno en los años que siguieron a la revolución francesa y que recayó sobre los contra-revolucionarios, aunque desgraciadamente se podrían citar muchos más casos [1]. No es exagerado decir que la modernidad fue una corriente que nació y se desarrollo en las grandes urbes, que fueron sus focos de propagación, propagación que el campo, es decir el mundo rural, siempre vio -hasta fechas muy recientes- con desconfianza.
Por lo tanto nos encontramos ante un caso evidente de uso colonial del lenguaje, estamos frente a un término empleado para excluir una parte de la sociedad de la normalidad/centralidad de la misma a fin de imponerse sobre ella por el método de menospreciarla. Advertimos entonces que se trata de una palabra profundamente contaminada por una ideología socio-política muy determinada -la modernista y capitalista, de carácter marcademente urbanita y colonialista- y en absoluto neutra. Esto nos debe hacer desconfiar ante el uso generalizado que está tomando este término y nos debe hacer pensar si no es más bien una campaña -otra más- de propaganda.
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Avancemos en nuestro análisis de lo que es la ciudadanía. De Sousa define comunidad y ciudadanía como dos espacios sociales o ‘estructuras de acción’ diferentes de entre los seis en que según él, se desarrolla toda la vida del hombre en las sociedades capitalistas [2]. Esto significa en primer lugar que no todas las sociedades han dispuesto los mismos espacios y estructuras de acción y convivencia, de hecho la ciudadanía es en gran medida una elaboración -¿una invención?- de las sociedades capitalistas.
Además De Sousa advierte que ambos espacios obedecen a lógicas diferentes y en cierto sentido opuestas. Veamos porqué.
Para empezar las relaciones en la comunidad son de índole horizontal y se basan en la reciprocidad, sin embargo las relaciones que se establecen en el modelo de ciudadanía son de marcado corte vertical y se basan en una serie de ‘derechos y deberes’ que el mismo ciudadano no decide, sino que le vienen impuestos desde fuerzas externas y por completo ajenas a su control. En palabras de De Sousa:
mientras que la dinámica del espacio de la ciudadanía está organizada por la obligación política vertical (Estado/ciudadano), la dinámica del espacio comunidad se organiza casi siempre a partir de obligaciones políticas horizontales (ciudadano/ciudadano, familia/familia, etc.)
Además, añade, el espacio de ciudadanía se basa “en el poder coercitivo del Estado” [3].
Así mientras el modelo clásico de relación en la comunidad es la negociación, el modelo normativo de relación en la ciudadanía es la obediencia -por no decir el sometimiento- pues con el Estado nada se puede negociar. Es una relación profundamente asimétrica dado que el ciudadano no trata con ‘personas’ sino con el abstracto ente estatal.
Por otra parte ambos modelos de articulación de la relación individuo-sociedad son generados desde campos sociales distintos lo cual explica no solo su asimetría sino también su incompatibilidad en la práctica. La comunidad emerge del pueblo, que a su vez se sostiene sobre el par familia-territorio. Dado que surge de las relaciones establecidas de forma más o menos libre entre las personas, aparece por tanto impulsada desde una sub-estructura convivencial [4].
La ciudadanía sin embargo procede de un poder superior, la super-estructura estatal que establece e impone a los individuos el modo y las condiciones en que se debe tratar con semejante poder, que no son en absoluto intuitivos o naturales. El espacio de la ciudadanía es una extensión evidente del estado. Una vez más encontramos que el triunfo del paradigma moderno es ante todo la hegemonía de la racionalidad exclusivista frente a cualquier otro tipo de sentir o de ser. Lo representamos gráficamente a continuación:
Si el motor impulsor de la formación de la comunidad es la articulación familia-territorio, relación que requiere de ajustes y adaptaciones constantes, las fuerzas que impulsan y conforman al estado moderno son las del par capital-Mercado, el cual requiere de no menos adaptaciones constantes a las circunstancias siempre cambiantes del mercado. Así vemos gráficamente cómo el estado suplanta a la familia como estructura de socialización, de coerción y también de apoyo del individuo. Asimismo percibimos que el territorio, en el que antes se basaba la identidad además de que era el límite lógico y natural -para bien y para mal- de la comunidad, es sustituido por el mercado como contexto total de la existencia y base fundamental sobre la que se desarrollan los nuevos espacios de socialización: el estado, el espacio de producción-trabajo, etc., en definitiva, la vida misma de los individuos.
En ambos casos asistimos a cómo una realidad material y concreta es sustituida por entes abstractos, y lo que es más importante, entes que obedecen a lógicas propias, ajenas por entero al individuo y en las que éste no puede de ninguna manera intervenir. Paradójicamente se pretende hacernos creer que entrar a formar parte de semejantes dinámicas verticales y alienantes supone un aumento de nuestra libertad y nuestra capacidad decisoria…
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Además las relaciones de ciudadanía -ciudadano/Estado- están absolutamente mediadas bajo códigos no escritos cada vez más estrictos, severos y detallados; en el espacio ciudadano no se trata con personas sino con roles, pues en el estado moderno todas las relaciones se basan en la representación de un rol por parte del individuo. Nadie es ya él mismo sin más, sino que es el papel (el rol) que en ese momento le toca desempeñar en su lugar dentro del organigrama estructural estatal.
Esto nos hace reparar en un nuevo factor, el emocional, muy poco tenido en cuenta en general, aunque es primordial en la generación y mantenimiento de lazos en el espacio de la comunidad. Sin embargo el Estado hace gala de una extremada racionalidad funcionalista -como corresponde al paradigma moderno, tal y como hemos dicho ya en otras ocasiones-, no hay por tanto lugar para las emociones en el trato con él. El Estado aplica sus ‘lógicas’, y todo el mundo sabe que no hay lugar para la solidaridad o la piedad en la administración. Este y no otro es el privilegiado modelo social de la ciudadanía, otro avance que según nos dicen los profetas del progresismo hay que celebrar…
Evidentemente la imposición de estas nuevas dinámicas sociales provocaba desajustes, sobre todo entre poblaciones que se habían criado y socializado en espacios comunitarios, pues la adaptación al funcionalismo pragmatista no es fácil. En el fondo consiste en maquinizar al sujeto, extirpando toda carga humana de la relación. A lo largo del siglo XX fue mucha la gente a la que costó reconvertirse en ciudadano y adaptarse al modo de ser propio de la modernidad, tan funcional como impersonal e insolidario. ‘La ciudad no es para mi’ es una frase antaño muy popular que describe el sentimiento de desorientación y desarraigo que han sentido las generaciones de hombres y mujeres que sufrieron el inmenso éxodo rural impulsado por la modernidad. Ciertamente estos desajustes personales no preocupaban mucho al poder estatal. Pero entre todos los desajustes que el modelo de ciudadanía originaba sí había uno que preocupaba enormemente al Estado: la escasa lealtad que se establecía con un modelo -el de ciudadanía- que era percibido como impuesto y que no ponía en juego ninguna carga emocional en los individuos, y cuando la ponía en juego era para hacerle sentir miedo, desamparo o indignación.
Por esta razón, hasta ahora, los estados-nación clásicos pretendían desarrollar cierta ilusión comunitaria e identitaria (himnos, banderas, patriotismos varios, etc.) recurriendo al sustrato emocional, precisamente para generar cierta identificación y compromiso de los individuos con el Estado. Digámoslo claramente: el estado burgués-económico se construía con mejor o peor suerte, de manera más o menos burda, una nación que dotara de la ilusión de unidad y sentido a su ciudadanía recién creada.
Esta ha sido la historia de los estados-nación hasta finales del siglo XX. Pero esto ha cambiado en las últimas décadas pues, con el desarrollo de las fases más recientes del capitalismo y con el desarrollo del Estado-empresa, un mero ente administrador [5], los estados post-modernos ya no buscan la lealtad ni la identificación de sus ciudadanos con el proyecto estatal-capitalista, y no la buscan porque no la requieren: su poder es tal que les basta con la simple coerción económico-administrativa.
Para el desempeño conveniente de dicha coerción económico-administrativa el Estado moderno ha desarrollado un aparato de vigilancia y control que ningún imperio o estado totalitario tuvo ni soñó tener jamás: la burocracia. La burocracia -que es literalmente el ‘poder de la oficina’- para ser realmente efectiva ha de apoyarse fundamentalmente en un asombroso despliegue tecnológico, que en los ‘estados centrales’ del capitalismo es a estas alturas mayor que el que ningún servicio de inteligencia haya tenido nunca a su disposición. Al lado de semejante maquinaria “democrática” los métodos de vigilancia y coerción estalinistas, de puro burdos y groseros, casi mueven a risa. Este solo hecho inaudito, el poder increíble que ha desarrollado al burocracia del ente estatal, debería borrar tanto espejismo progresista y desmentir por sí mismo, sin necesidad de más razonamientos, todas las ilusiones acerca de la libertad ilimitada del hombre occidental, es decir del ciudadano. El ciudadano es, ante todo, un ente vigilado, amenazado, constreñido, perseguido y molido en su interior por el ente estatal.
La misma burocracia es, por otra parte, un complejo método diseñado para segregar al ciudadano del resto de la sociedad así como del Estado mismo, situándole en una posición permanente de soledad e inferioridad. Es decir, la burocracia estatal es un modo de imposición y de exclusión a la vez, una mega-máquina brutal de administrar poder carente de cualquier sentimiento o emoción. Tal y como el paradigma moderno excluye el ‘polo emancipador’, la sociedad moderna excluye de su funcionamiento -empleando el argumento de lo ‘poco funcional’- todo carácter humano, toda emocionalidad.
Por tanto nos atrevemos a decir que la ciudadanía consiste realmente en la des-humanización de la sociedad en general y de los individuos humanos en particular. Y éste es el modelo de ciudadano que la modernidad pretende, un ser del que todo lo humano ha sido extirpado o reprimido, es decir un no-hombre. Nos encontramos aquí de nuevo frente a una de nuestras tesis fundamentales: que la modernidad es antes que nada un ataque al alma, a la dimensión anímica del hombre. Y dado que -como sostenemos en estas páginas- el citado híper-racionalismo excluyente conforma el núcleo del paradigma moderno, algo que ha venido pasando desapercibido en general para las ciencias sociales, y que una de sus características más propias es la ‘obsesión por el control’ -para no dejar espacios de disidencia, emancipación o simplemente diversidad- creemos que el modelo de ciudadanía -la relación asimétrica Estado/ciudadano-, cuya praxis se desarrolla a través del par tecnocracia-burocracia, es una herramienta dirigida fundamentalmente a homogeneizar la sociedad y des-animar al individuo. Se trata así probablemente del modelo de sociedad óptimo a los intereses tecno-capitalistas pues es el que mejor implementa el paradigma racionalista de la modernidad. Esto es lo que esconde el bello discurso de la ciudadanía como conquista y como progreso.
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Hasta aquí hemos reflexionado sobre la idea de ciudadanía y a qué intereses sirve su realización práctica en la sociedad. Ahora quisiéramos reflexionar sobre la idea de ciudadano.
Para empezar, el ciudadano post-moderno obedece, no por lealtad, compromiso o solidaridad, ni por amor a la patria, a la familia o a cualquier otro ente -simbólico o real, ridículo o respetable- sino ante todo por miedo. Esta diferencia entre ciudadanía y comunidad también debe ser puesta de manifiesto. En la comunidad hay una red de lealtades y compromisos impensables en la ciudadanía que se caracteriza ante todo por su insolidaridad para con los iguales. En la ciudadanía todo compromiso, toda obligación, toda lealtad, es exclusivamente vertical.
Y aquí resulta especialmente llamativo que se ponga tanto énfasis en la existencia de desigualdades en las relaciones horizontales -por ejemplo de género- y no se haga jamás alusión a algo tan obvio como la enorme desigualdad de poder que se establece entre los dos lados de la ventanilla administrativa… Esto también dice mucho de quién alimenta estos debates por la igualdad y con qué fines.
Como vemos, el ciudadano no resulta ser definido por unos supuestos ‘derechos’, ni por detentar poder decisorio alguno o vagas soberanías, ni por el dudoso privilegio de votar en una urna… sino por el primero y más fundamental de todos sus ‘deberes’: pagar impuestos, contribuir al estado. ¿No es esto ser un súbdito? A quien paga impuestos el estado le otorga toda una serie de dádivas y derechos. Este es el hecho diferencial, aquel ante el cual el estado nos toma en consideración.
En efecto, llega a ser ciudadano aquel que establece esta especial relación con el Estado, que no dista mucho del antiguo vasallaje, y es así hasta tal punto que puede decirse que aquellos de los que el estado no demanda nada están en la práctica excluídos socialmente. Máxime cuando, como vemos claramente en el orden liberal actual, los ‘derechos’ del ciudadano no son ni irrevocables ni inalienables, pues le son otorgados por su cualidad de trabajador y contribuyente, hasta el punto que si se deja de serlo esos mismos derechos le pueden ser conculcados y retrocedidos: los ‘derechos’ de la sociedad liberal no son por tanto esenciales, como nada hay esencial para la modernidad, paradigma relativista y anti-esencialista por definición.
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Se imponen unas breves conclusiones. Ciudadanía y comunidad son, después de todo lo dicho, realidades sociales de naturaleza opuesta, que se oponen entre sí en la práctica. Además, dado que responden a fuerzas contrarias y excluyentes -el poder estatal en un caso y el poder popular en el otro-, el incremento de una es forzosamente el debilitamiento de la otra. Así ha sido siempre en la historia y no puede ser de otro modo. Es por esta razón que no es de extrañar que sea en los países centrales del capitalismo, en los que el Estado está más hipertrofiado, aquellos en los que se carece por completo de comunidad o de estructuras horizontales de convivencia o intercambio de cualquier tipo, mientras en los países periféricos, cuyos estados se han desarrollado más deficientemente sigue existiendo un tejido comunitario más o menos fuerte según los casos.
No ver que ésta es la auténtica realidad que subyace al bello discurso de ciudadanos y ciudadanas, de la ciudadanía moderna como privilegio, progreso y conquista, es ser víctima de un grave engaño. La ciudadanía como modelo convivencial y relacional sumamente artificial va dirigida a destruir la comunidad como entorno relacional natural de la vida humana y a aislar al individuo, des-humanizándolo además, para que quede desprotegido y a merced de Estado y Mercado.
Por tanto la conclusión es muy clara a la vez que inquietante: hay intereses muy determinados que impelen a que la ciudadanía se desarrolle como modelo relacional único y exclusivo de la sociedad capitalista y de este modo todo el poder se sitúe en torno a la estructura burocrático-estatal, a costa de toda otra forma de relación que -como la comunidad o la familia- podrían impedir el monopolio de la gestión de la vida del individuo por parte del estado.
Tal conclusión debe además ponernos en guardia ante todos aquellos que nos invitan con una sonrisa a convertirnos en ciudadanos libres y participativos, y que, haciendo uso de discursos llenos de falso optimismo, buenismo y progresismo, pretenden extender la red del globalismo estatalista y que celebremos como una conquista y un progreso tal orden de cosas.
[1] Así por ejemplo los años ’30 y ’40 en España, donde primero la República y luego la dictadura sometieron al mundo rural a una represión continuada sin precedentes.
[2] Los seis espacios definidos por De Sousa son: familia, trabajo, comunidad, mercado, ciudadanía y el ‘espacio mundial’. Para más información: De Sousa Santos. Crítica de la Razón Indolente. Contra el desperdicio de la experiencia, Parte III, Cap. V.
[4] Puede apreciarse aquí el importante papel estratégico que tiene la deslocalización a todos los niveles en vista a la desestructuración programada de las comunidades.
[5] El Estado se convierte en un tipo particular de empresa, la que administra seres humanos y los prepara para servir a las otras.
Fuente: Agnosis
Capitalismo y modernidad: separando los conceptos.
Desde los posicionamientos anti-capitalistas convencionales -autodenominados revolucionarios [1] – advertimos una ampliación del concepto de capitalismo, trascendiendo progresivamente lo referido al orden económico y al sistema de producción para entrar de lleno en lo social, lo comunitario y lo relacional. Siendo esto sin duda necesario y muy de agradecer, pues supone una clara superación del reduccionismo teórico y un alejamiento de las definiciones descriptivas y contextuales del capitalismo a que nos ha acostumbrado durante décadas el marxismo intelectualista, nos parece sin embargo insuficiente pues el capitalismo se ancla en supuestos ideológicos mucho más profundos de lo que habitualmente se supone.
El capitalismo -con todo su magno proyecto de re-ordenación de la sociedad- es solo la cara más visible -y material- del desastre moderno, el cual es fundamentalmente de carácter espiritual. Consideramos que el capitalismo se arraiga profundamente en la desviación que supone la modernidad pero no puede ser identificado por completo con la misma en tanto se sitúan en diferentes niveles de realidad. La ‘desviación’ que implica la modernidad posibilita el capitalismo de modo que la modernidad es algo más amplio y profundo -pero también más vago y difuso- que el capitalismo mismo.
Como decimos el punto de vista propio de la modernidad es de carácter anti-espiritual e implica un posicionamiento marcadamente anti-metafísico. El capitalismo, si bien se nutre de este posicionamiento anti-tradicional no lo hace explícito ni lo argumenta, no lo necesita, pues sus objetivos son otros: la conformación de una sociedad invertida en los principios que la rigen.
Y, dado que es perfectamente imaginable un futuro post-capitalista en que sin embargo los sueños, deseos y ansias de la gente por el individualismo, la insolidaridad y el hedonismo más chusco y materialista como única meta en la vida permanezcan inalterados, el fin del capitalismo presente no implica per se el fin del paradigma moderno que lo ha originado, a no ser que se produzca simultáneamente un cambio profundo en las mentalidades.
Por lo tanto dos conclusiones nos parecen necesarias:
• es un error identificar el capitalismo con el único enemigo -como a veces se hace desde ciertos discursos de la izquierda-, así como tomarlo por el enemigo completo. Es lógico que las ‘izquierdas’ así lo hagan pues son modernas de vocación y convicción. Por otra parte lo mismo puede decirse al respecto del liberalismo, pues es perfectamente posible un capitalismo no-liberal, como de hecho han existido modelos y propuestas en este sentido históricamente. Discutir si el capitalismo liberal ha triunfado debido a razones ontológicas -su esencia ideológica está más cerca del núcleo paradigmático de la modernidad- (como sostiene Dugin) o tan solo a razones circunstanciales inscritas en el contexto histórico sería tema de otro debate.
• es un error asimismo tomar el capitalismo por un enemigo externo, ajeno y al margen de nosotros. No puede serlo porque el capitalismo es una construcción social no un ente con existencia propia, y como tal construcción existe por convención, es decir, se apoya y sustenta en una subestructura cognitiva de creencias, ideas, emociones y expectativas muy profunda, interior a nosotros mismos, que no es “capitalismo” sino que es el núcleo mismo del paradigma de la modernidad, como a continuación veremos.
Si reflexionamos sobre el modo en que el capitalismo construye las relaciones humanas es fácil reparar en que tales relaciones se sustentan en un modo particular de ver y entender el mundo, modo de ver el mundo que no es sino la extensión del ‘punto de vista profano‘ a todos los ámbitos de la existencia y que identificaremos más concretamente con la ‘desviación moderna’.
Sin la imposición de este ‘punto de vista profano’ sobre todos los órdenes, sin su penetración en el alma humana hasta alterar la mirada del hombre, el capitalismo no existiría siquiera como posibilidad pues carecería de la base ideológica y emocional necesaria en que germinar y desarrollarse. Dicho de otro modo la modernidad es el tronco y el capitalismo es su vástago, de modo que careciendo de éste vástago, la modernidad daría lugar a otro.
Así cuando profundizamos en las raíces ideológicas del capitalismo descubrimos que lo que subyace a este no es una relación de producción ni una relación de trabajo sino que estas vienen ocasionadas por un modo de ver y sentir el mundo, modo de ver que no es más que un posicionamiento metafísico, o mejor dicho en este caso, un posicionamiento anti-metafísico.
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Para comprender esto debemos explicar brevemente en qué consiste el ‘punto de vista profano’ propio de la modernidad.
Digamos en primer lugar que el paradigma moderno se caracteriza ante todo por su ‘giro anti-metafísico’. Giro que, al modo del ‘giro copernicano’ en las ciencias, supuso un cambio de paradigma entre el modo de ver el mundo anterior y el posterior. Este ‘giro anti-metafísico’ consiste básicamente en lo que hemos denominado ‘punto de vista profano’, es decir la negación de todo carácter sagrado en cualquier aspecto de la realidad. La extensión de semejante ‘punto de vista profano’ a todos los ámbitos de la vida humana supuso un cambio radical en el modo de relacionarse el hombre con su entorno y es esta alteración de la relación hombre-mundo lo que está en el origen del capitalismo.
Impuesta esta desacralización forzosa de la realidad el mundo se convierte en mero objeto carente de identidad y fin propios, así como de derechos, listo para ser reconvertido en mercancía. Lo que hay detrás del capitalismo es en el fondo una cuestión espiritual: la profanación y des-animación el mundo.
Hemos dicho que la modernidad implica en sí un giro ‘anti-metafísico’. Hay que advertir que la pregunta por la metafísica no es, como suele decirse, la última pregunta a que debe enfrentarse el hombre, por el contrario es la primera y más fundamental -en el sentido estricto del término- de todas, pues dependiendo de la respuesta que se de a la misma el hombre se encuentra ante una realidad u otra.
En el caso de la modernidad hay algo más que una evitación de la pregunta, hay una consciente y voluntaria negación de la cuestión metafísica con la intención de construir su realidad en base exclusivamente a la dimensión humana. Con esta negación de cualquier principio superior lo que ha conseguido la filosofía de la modernidad es, aparte de ignorar una buena parte de la realidad, hipostasiar toda una serie de constructos de nueva creación.
Entre todas las hipóstasis y mistificaciones que la modernidad ha generado ninguna como la que concierne a la subjetividad. La hipostatización extrema del sujeto causa una separación absoluta entre este y el resto de realidades, esto origina el establecimiento de una nueva relación sujeto-realidad. Creemos que con la modernidad esta separación, este alejamiento entre el yo y el mundo se hace insalvable, extremo y radical. El yo pasa a ser así el único sujeto de derecho ontológico por así decir, mientras el resto de la realidad queda rebajada a ser objeto pasivo, negándosele todo papel como interlocutor. Cuando la única subjetividad es la propia no solo hay una intolerable mistificación del ego propio -el egoísmo- sino una degradación ontológica de todo lo demás, de todos los seres y realidades sin excepción. Al robarle al mundo su subjetividad y cosificarlo, el hombre pierde cualquier posibilidad de interlocución con la realidad, queda escindido de ella, separado irremediablemente. El sujeto moderno ya no está incluido en el mundo sino fuera de él, la realidad ya no es un espejo que refleja su alma sino que es una cosa ajena, lista para ser usada.
Vemos aquí que el carácter profanador y desacralizador de la modernidad es su esencia misma, se trata de robar al mundo su alma [2]. Desde la filosofía antigua se diría que constituye un ataque contra el Anima Mundi. Así mientras toda cultura tradicional enseña al hombre a no identificarse con el espejismo del ego, la modernidad nos invita a lo contrario, a que el ego se imponga como único señor sobre toda la realidad.
Es este modo hipostasiado y alienado de tratar con la realidad lo que nos impone la mirada de la modernidad. Y es este modo de mirar lo real la base epistemológica que posibilita el capitalismo.
Como vemos la negación de la metafísica es un posicionamiento consciente que tiene consecuencias en la forma de ver y entender -y por tanto de construir- la realidad. Esta negación metafísica ha tomado a menudo la forma del ‘odio a Dios’.
Curiosamente, una vez destruido todo vínculo profundo con la realidad externa al sujeto surge la percepción de peligro, quizá fruto de que el mundo deja de ser hogar para empezar a ser campo de batalla. Esta percepción de peligro está en la raíz de la visión conservadora de la vida que atraviesa toda la modernidad desde su origen y se encadena de manera lógica tanto con el proyecto de control social que acompaña a la modernidad como con los ideales materialistas y acomodaticios burgueses.
Hay algo aquí verdaderamente sutil y profundo y es que la modernidad -y su corolario el capitalismo- se sostiene sobre la percepción de peligro -una construcción psicológica y subjetiva curiosamente-. Percepción de peligro y riesgo que es el motor real del capitalismo. En el fondo este loco afán hecho de deseos egoístas y de avaricia, no es más que el intento desesperado del ego -ese espejismo- por ser, por permanecer, sabiéndose efímero. Esta búsqueda de seguridad sumergiéndose en la materia es a todas luces la declaración de la no-aceptación de su contingencia.
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Hemos identificado una primera causa del orden capitalista y esta causa es un desequilibrio profundo en el alma del hombre, desequilibrio que favorece una escisión abismal entre el yo y los otros -o lo otro en sentido amplio-. Este desequilibrio es, antes que causado por unas relaciones sociales determinadas, la causa de las mismas.
En efecto sin tal desequilibrio profundamente inscrito en el alma del hombre, el capitalismo no tendría lugar, sería una imposibilidad manifiesta. Si damos la vuelta a este argumento encontramos que el capitalismo se origina en las profundidades del alma humana y se nutre de sus debilidades y enfermedades, debilidades y enfermedades que ensucian la mirada del alma y le impiden ver la realidad de otro modo que como una batalla entre yo y el mundo.
Y por esta razón el fin del capitalismo pasa por la restauración de la salud del alma del hombre, restauración que implica abandonar la perspectiva desviada de la modernidad que impone el ego sobre toda la realidad para reconstruir la relación hombre-mundo. Y esta re-construcción pasa como hemos dicho tantas veces por la recuperación de la noción de alma y la concesión de que lo otro, aquello que no-es-yo es también un interlocutor. La noción de alma volverá a situar al hombre dentro del mundo y no fuera de él como le ha situado la modernidad.
[1] El empleo del término revolucionario es bastante problemático -se habla incluso de revoluciones conservadoras (¿?) – y el uso del término -al que a menudo se acude como si de un fetiche se tratara sin la más mínima intención de acotarlo, definirlo o justificarlo pero que sirve para legitimar cualquier discurso en que se encuentre- por parte de movimientos anti-capitalistas e incluso anti-modernos es una muestra de hasta qué punto la inmensa mayoría de los planteamientos alternativos de hoy día chocan de frente con una seria limitación del lenguaje teniendo que emplear los términos fetiche de la propia modernidad para definirse y construir su imaginario. Recordemos únicamente que lo realmente revolucionario es la modernidad.
[2] No es este el lugar para extenderse sobre ello pero puede relacionarse lo que decimos con el debate delirante que arrastra la modernidad desde sus orígenes acerca de la ‘conciencia’ animal. Análogo es el asunto últimamente de moda de reivindicar ciertos ‘derechos’ para algunas especies animales -¡ni siquiera para todas!-, que son aquellas que más se nos parecen… Estos derechos que se plantean como un avance y un progreso son una extensión de privilegios humanos concedidos por los mismos hombres a otros seres, como una especie de dádiva, como si el hombre tuviera realmente una potestad sobre ellos. Todo ello constituye una visión profundamente aberrante del orden natural.
El gran problema metafísico y la Tradición
Dentro de las religiones de línea abrahámica hay una especie de jerarquía que permite distribuirlas de acuerdo con los criterios del inmanentismo y del trascendentalismo.
La religión que puede ser considerada la religión por excelencia, es, por supuesto, el judaísmo. Y sobre todo, la forma de judaísmo que se desarrolló después de la llegada de Jesucristo, que rechaza no sólo la Persona y misión de Jesús, sino el principio del Dios inmanente, Emmanuel (que en hebreo significa “Dios con nosotros”). El abismo entre el Creador y la creación en el judaísmo es máxima, y en general, el concepto de la creación misma, el “creacionismo”, es de origen judío. El judaísmo encarna el apofatismo abrahámico llevado hasta su extremo lógico.
El cristianismo del contexto abrahámico es el polo opuesto al judaísmo. De todas las religiones, el cristianismo es la más catafática, gnóstica y esotérica. La figura central del cristianismo es Dios Hijo, en el plano religioso sustituye al principio metafísico del ser puro. En cierto modo, el cristianismo primitivo de hecho coincidió con el esoterismo judío, incluyendo muchos aspectos de diversas enseñanzas judías – esenios, merkaba, gnosis, etc. También era al mismo tiempo judío, además de gnóstico religioso y universal, como lo demuestran las palabras de San Pablo en relación con el rango de Melquisedec, que encarna el aspecto supra-abrahámico de la Tradición (¡hay que recordar que Abraham ofreció diezmos a Melquisedec como el más alto!), y un sumo sacerdote que es del orden del propio Cristo.
Por último, el Islam se encuentra entre estos dos polos abrahámicos opuestos, por un lado, tendiendo a la perspectiva cristiana, y por el otro lado, haciendo hincapié en el trascendentalismo de Dios, incluso más radicalmente que el judaísmo (“Di: Allah es Uno, Dios eterno, no engendrado y no generado, y no hay otro como él”). Además, todo el Islam esotérico – sufismo, chiísmo, etc – hace especial hincapié en el principio de la divinidad inmanente. El sufismo sunní afirma “la luz de Mahoma” como la realidad central, inmanente en toda la creación, la luz del ser puro. En el chiísmo esta función es realizada por el “imán” o “luz del imamato”, lo que a veces es incluso “la naturaleza divina de los espíritus de los imanes”. Y en versiones extremas del chiísmo – ismailí, aleví, etc. – el concepto de una divinidad inmanente se centra en la persona de Qayím, el Imán escatológico, el “hijo perfecto”, que se considera está en un orden secreto a toda la creación, que lo aproxima no sólo a la perspectiva cristiana en general, sino a los aspectos más esotéricos y gnósticos del cristianismo.
Pero ahora es importante prestar atención especial al hecho de que la religión, sobre la base del apofatismo, sólo refleja de forma implícita una perspectiva metafísica que se sitúa en su centro. Por lo tanto, siempre dentro del marco de la religión, incluso el orientado hacia lo gnóstico, tratamos sólo con los objetos de la fe, y por lo tanto la gnosis es aún incompleta, y el principio del Dios inmanente es probable que se aplique a alguna modalidad interna, y no al ser puro. Esto significa que, si la religión esotérica no es ajustada continuamente hacia el interior por el esoterismo, el objeto central inevitablemente se desliza por la jerarquía ontológica, convirtiéndose en un ídolo, un fetiche. Por lo tanto un símbolo del ser puro puede fusionarse de manera inseparable con la manifestación del Intelecto Primero, luego con el “alma del mundo” (Anima Mundi) y, por último, como una unidad lógica corporal del cosmos. Estos pasos se pueden ver fácilmente en el declive histórico del cristianismo occidental, que en sus doctrinas teológicas, y especialmente en los conceptos de algunas de las sectas cristianas más o menos contemporáneas, secuencialmente desplazan hacia abajo la Persona de Cristo a través de la jerarquía ontológica, hasta Su proclamación como un simple (aunque excelente) hombre, como en algunas corrientes del protestantismo.
En el otro extremo del abrahamismo, en el judaísmo, tampoco hay ninguna garantía de no caer en la idolatría: en primer lugar, la nada metafísica dentro de la religión también se proyecta en el interior de la ontología y sólo simbólicamente actúa en su realidad. Esto conduce lógicamente al caso de pérdida del secreto en las proporciones correspondientes – tal necesidad de secreto pertenece a la esfera del esoterismo puro. Y en segundo lugar, cuando el principio es considerado demasiado apofáticamente, tarde o temprano se comienza a no tener en cuenta, se considerará simplemente no existente. Esto puede dar lugar a la ilusión de la inevitabilidad, y la suficiencia de la protección del medio ambiente material específico, lo cual no significa simplemente idolatría, sino una grave forma de materialismo de consumidor.
Así que ambos polos abrahámicos, en caso de pérdida del conocimiento de las proporciones relevantes, corren el riesgo de transformarse en una parodia perversa no sólo en la tradición como tal, sino también en la propia religión en su sentido verdadero y tradicional.
En cuanto al Islam, está en el medio de la escala abrahámica, tiene cierta inmunidad respecto al uno y al otro y respecto a la posibilidad de distorsión. El Islam es más religioso y menos gnóstico en comparación con el cristianismo, y por lo tanto es estable con respecto a los peligros de una excesiva y no autorizada inmanentización. Por otro lado, es menos religioso que el judaísmo, de ahí que sea menos probable que se escinda de forma irreversible de la fuente, y como resultado caiga así en el materialismo práctico y en la abstracción que asesina el espíritu mismo de la religión.
Sin embargo, la solución de los grandes problemas acerca del significado de la emergencia del Ser a un nivel religioso es imposible. Pertenece al campo del esoterismo, lo que significa que incluso para formular este problema de manera adecuada, es necesario ir más allá del abrahamismo, llevar, al igual que el mismo Abraham, diezmos simbólicos para el Dios que lleva el nombre de “El Elyon”, el “Dios Altísimo”, es decir, Dios, que es mayor y superior a todos los demás dioses.
La solución de este gran problema metafísico está conectado con el misterio de la tradición esotérica, que se basa en símbolos extraídos de una variedad de contextos sagrados, pero que está más allá del alcance de estas formas. El momento de la elección definitiva realizada dentro de esta tradición, lógicamente deberá coincidir con el punto más crítico de la existencia no sólo de las tradiciones de la tierra, sino también de la totalidad del ser.
De acuerdo con la doctrina islámica, el profeta Mahoma fue el último de los profetas, el último instaurador y reformador de la ley tradicional, “el sello de los profetas”. Pero el esoterismo chií establece que al final del ciclo debería aparecer el último de los intérpretes esotéricos de la Revelación, el “sello esotérico”. Con él y sus compañeros, todo el significado metafísico de la pregunta acerca del sentido y la finalidad del origen secreto del Ser se restablece conforme a las limitaciones inherentes a las tradiciones y religiones, firmemente establecidos en la perspectiva metafísica adecuada.
Esta teofanía escatológica afecta significativamente a todas las religiones y tradiciones, dejando al descubierto su núcleo oculto.
Pero el papel principal en este evento escatológico se le asigna al cristianismo – la tradición de llevar la clave del misterio que supera incluso el gran y completo silencio.
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http://katehon.com/es/article/el-gran-problema-metafisico-y-la-tradicion
Comunidad vs ciudadanía, capitalismo y modernidad, El gran problema metafísico y la Tradición.
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